Anoche recibí un whatsapp de un señor con el que algo hubo. Viernes, tarde de amigos y de copas. Viernes noche: ¡toca!
Hallábame yo, pues, con Bach en todos los sentidos y en ubicación perfecta de sofá, charlando con un amigo de lo efímero de la existencia y lo importante de buscar la felicidad en uno mismo, sin pretender imponerla al de al lado, más que nada por tratarse de un esfuerzo fútil y sin sentido.
Habitualmente mi teléfono —ese invento hijo de dios y del diablo al mismo tiempo— en este tipo de circunstancias está mudito. No fue ese el caso de ayer.
Transcribo: «Estoy por tu antiguo barrio tomando unas copas, qué haces». Mi respuesta fue más allá del simple saludo. Trataba yo de trasladarle el momento tan agradable en que me encontraba. Detallé la felicidad de un viernes sin pretensiones ni barullos; hice hincapié en la alegría sincera que me daba que anduviese cerca, e incluso me ofrecí a un encuentro.
«Quiero follar», leo, no sorprendida, pero impávida. «Yo también», jugué. «¿Sí?, ¿conmigo?, ¿a cambio da nada?». «¿A cambio de qué habría de ser?» «¿De una relación amorosa?", pregunto. «Sí», se defiende. «No, no te preocupes, ya no me interesa», miento mientras voy tomando plena conciencia, con satisfacción, de que efectivamente así es; perdone, es rigurosamente cierto: yo a usted no quiero volver a verlo.
No quiero una relación con semejante monstruito, pensaba, por más que mis hormonas hayan andado entretenida con su entrepierna un mes; es que a veces me confundo. Y me confundo mucho.
Por el simple hecho de ser mujer, o quizá por el simple hecho de ser yo, tengo una habilidad pasmosa para confundir mis partes íntimas con lo más íntimo y preciado que tengo, que no dejo de ser yo misma y mis sentimientos.
Con gran rapidez, en definitiva, equivoco amor y sexo. Yo sí. Este vagabundo del porno de anoche se ve que no. Y es grave el caso suyo, pienso, oso, aludo. No es nada agraciado físicamente, de carácter hummm, digamos... ¿agrio?, de extraña verborrea e incultura de estudio.
Pero este señor, que merece como ser humano todos mis respetos, no es el problema. El problema era yo. Y digo «era» porque por suerte he cumplido ya unos añitos.
Sí, la cuestión es la siguiente: en mi educación infantil, el falo, como tal, no tuvo ni nombre; mucho menos, entidad o mera existencia. La adolescencia me pilló confundiendo el príncipe azul de Blancanieves y Sissi Emperatriz con las lecturas de Henry Miller y Anaïs Nin, amén de kunderas varios. Mire usted, oiga: de verdad, así no hay quien se entienda.
Y andamos hablando de cosas muy muy serias. Incluso de reproducirnos en nuestros propios errores de pareja, o simplemente con el sexo contrario, una y otra vez. O aun más grave, y con muchas peores consecuencias: reproducirnos como especie. Recordemos que pocas, poquitas de nosotras, vamos por la vida sin el dichoso «reloj biológico» encendido. Y ese salta; ¡uy!, que si salta. Que se lo digan a mi draculín de anoche, que tiene partida doble de machitos.
Parte de su misoginia proviene de esta coyuntura. Para él, con pocas luces, criaturita, coyuntura mal digerida. Aunque diré en su favor que cuida torpe y zafiamente de su prole, pero con pasión y ahínco (tema será de otro momento la transmisión de valores educacionales padre-hijo, al respecto del tema que ando burdamente mascullando).
Suelen subvenir estos casos en grandes cantidades de rencor y resentimiento. Me explico: viene ese mal vahío, que en la mayoría de las ocasiones perpetúa y se hace eterno, contra aquellas que tan bien la chupaban, a las que les saltó el despertador y ya para lo único que se suele hablar con ellas es para discutir sobre horarios, fiebres varias y dinero.
Por bien de los años, mi propia experiencia y las de otros y otras que por suerte me rodean, ya sé salir indemne y elegantemente de estos torpes intentos y desvaríos.
En dos golpes de teclado táctil acabé con la calentura de mi amigo, apuesto más bien por una masturbación prehistórica y un ronquido; pero, bueno, eso ya no hace al caso; el pene y el tiempo eran suyos; y ya voy haciéndome a la idea, aunque me costó bastante en un principio, de que no siempre estoy presente cuando un señor se lo hace conmigo.
Yo continué en el mismo sofá con mis otros dos varones; recuerdo: Bach y mi amigo. Pelín tocada e imponiendo cambio de tercio en la conversación, pero sin grandes ademanes ya de «explícame tú, que también eres hombre, ¿de qué coño va este tío?» En absoluto; fue más bien un giro sutil hacía los abismos insondables entre tantos seres, hombres y mujeres, tan distintos.
Y toda esta suerte de capotazos sin cruzar la voz con el susodicho, que para eso tenemos el whatsapp, hijo igualmente de dios y del diablo, que a mí anoche me pareció el mejor invento después de la luz eléctrica. Esa que te aconsejan las amigas que dejes a medio gas con tus primeros amoríos.
Auténtico.
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