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Mi amante está en crisis o la insoportable necedad de un café

En esta vida existe una amplia gama de opciones a la hora de presentarnos ante el otro en sociedad. Pocas veces reparamos en la tarjeta de visita que aportamos con nuestros gestos o comentarios, la simple indumentaria. Yo, personalmente, prefiero a los que sonríen, a los que se ríen la mayor parte del rato. No suelen ser, hombres y mujeres, precisamente los más lelos. Simplemente sus cerebros, considero, hacen gala como de una vuelta más de evolución. Esa es la sensación que yo tengo.

A mi me parece seriamente sospechosa la gente de cierta edad que aún conserva el luto que lleva por el mero hecho de estar viva. La crisis esta que nos tiene tan entretenidos, sobre todo porque aquí en España la trufamos con un divertido paseíllo de toretes de salón en los banquillos. Qué divertido. Pues esa crisis, LA CRISIS, lo único; a mi me está sonando ya a música fúnebre. Lenta y pastosa.

Como que fuera ya una señora muy mayor y tuviera los pies hinchados con callos. Varices, sobrepeso —sobre todo, sobrepeso—. Una visita incómoda que se ha acomodado en casa y me mira por encima del hombro, a veces hasta cuando me preparo el desayuno. Me da unos sustos, porque, a pesar de ser gorda, ni siquiera arrastra los pies por el pasillo...

Bueno pues a esa Señora Crisis hay personas que ya la han adquirido como tarjeta de visita vital. «Chungo», se dice en mi tierra; «mu chungo». ¿Por qué? Penetra lentamente por la parte del cerebro lógica y sensata, pero si se enquista y se extiende a toda la masa gris crea estragos en los impulsos neuronales más vitales.

El otro día conocí a un chico —no hace al caso cómo ni dónde—. Quedamos —cosa más bonita en primavera— en tomar un café. Nos vimos en una terraza. Clima genial. Entorno divino. Después de los dos primeros besitos de rigor, el susodicho y yo, como suele suceder en estos casos, tiramos «p'alante» —mu de mi tierra también— con la primera conversación que se presentó.

A mi ya me pareció el día que lo conocí que mu de reírse no era el don, pero no sospeché que era uno de esos que llevan la crisis tatuada en el cerebro a la altura de la nuca, en especie de almohadilla costalera, para pasear él solito el paso de la Santa Madre Nuestra Señora del Mayor Dolor, de vida. ¡Qué barbaridad! ¿Cómo puede partir una conversación entre un hombre y una mujer —que, no nos engañemos, aquí sabe todo el mundo para lo que habían quedado— de las aves rapaces con su puntito de simbolismo a «estos políticos son unos hijos de puta, yo veo que me entiendes y eso me encanta, porque a mí las mujeres con las que solo se puede hablar de tonterías me aburren, la verdad...», me suelta el tío.

Perdona, guapo; a mí este tema en este momento me importa un pito. Dos: no es que te esté entendiendo; es que hace dos horas que desconecté; desconecté a la altura de Bárcenas, más menos; y simplemente sonrío y pienso: «Lo insulso y aburrido que estás haciéndome este momento. Que eres machista o misógino; no mola. Y que si fueras más inteligente habrías pasado ya de la política a los hechos; porque yo hablo, cada vez menos y fundamentalmente con quien me da la gana, de la crisis; que en el fondo para mí ya es un tema como muy íntimo; suelo elegir a los que le han dado una vuelta más a todo esto y, además de doblar el hombro, inteligentemente se mueren de la risa con según que aspectos de mi amiga la gorda, o con todos.»

«Bueno, pues ya, si eso, ya nos mandamos un whatsapp, nos llamamos, si eso.» «Pero ¿no nos tomamos una copita?», se defiende mi partener. «Uf, no puedo; madrugo mañana y...»,  Un «¡que me dejes!», traducido básicamente a un lenguaje de pareja que se despide en estas circunstancias, muy educada y correctamente. Llegué a casa, después de este capítulo sin mayor trascendencia más allá de lo ejemplificante del caso, y me hice la pedicura relajadamente oyendo música (espacio de las ondas bellas, en el que no habitan políticos ni tertuliamos contumaces); y con su par de velitas, mientras me pensaba yo: «Qué desperdicio de muchacho; porque mono, era mono; y qué pena de esos sus futuros nietecitos, cuando el abuelo quiera contar eso de la crisis.»

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