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Vivir otra realidad, o ser capaz de aceptar que sigo en la vieja España

Cuando yo era muy pequeña, un día, en casa, andaban mis padres muy nerviosos, de un lado a otro; mi madre parecía asustada, y mi padre se afeitó su sempiterna barba. Mis hermanos mayores no fueron al cole, y vimos muchos dibujos animados en la tele. 
En aquella época a los niños se los callaba pronto cuando preguntaban, con un «nada que a ti te pueda importar». Yo era demasiado pequeña para preguntar, y aquel día lo pasé realmente muy bien. Lo he reconstruido en mi memoria con retazos de los demás. Realmente, tengo una vaga imagen y una gratificante sensación de bienestar al volver tantos años atrás.

Pero hube de reconstruirlo, ya lo creo, porque aquel día murió nuestro inenarrable caudillo Francisco Franco Bahamonde. La siguiente imagen sensorial es de aire fresco, mis padres contentos, y un señor firmando algo muy importante en el Congreso. De esa imagen, que sí es claramente mental de blanco y negro, conservo con toda claridad a unos niños rubitos y muy bien puestos, afianzando la figura de quien entonces representaba la nueva España: Don Juan Carlos I de Borbón _y V de Traumatología; este título se lo concedieron ya después, con los años_.

Hoy, aquel señor tan formalito, con unos niños y una esposa tan bien educados, me ha dado una media alegría. Nuestro Rey, porque se ha hecho tan nuestro como la pata de jamón y el recibo de la hipoteca, ha abdicado. Un «ni fú ni fá» le doy al notición del año, si ahí nos quedamos. Mi reclamación es tan clara como la de tantos españoles que a estas horas andan en manifiesto general por todos lados. La calle y el mundo cíber, cada vez menos alternativo y más real, están hablando.

Puedo tener ahora más o menos la edad que entonces tenía mi madre. Yo no tengo miedo. Por carácter, momento social y otras cuitas que no vienen al caso, yo tengo energía y una fe maltrecha. Tengo ganas de que España se despierte y madure. Llegue a la mayoría de edad, después de tantos años dando saltitos entre la adolescencia y la pubertad.

Pasamos por el milagro de Felipe (eeeenga, vaaale); la tozudez de Aznar y su antiestético bigote; aún me recuerdo leyendo una entrevista del dominical de El País, cuando Zapatero se enfrentaba a sus primeras elecciones, («pseeeeé, no», me dije yo); y si las cuentas no me fallan, después nos vino el galleguillo de las bondades ocultas tras las cuentas reales del contable de lápiz en la oreja y tijera fácil, nuestro gran amigo Cristóbal Montoro, que a instancias de la vieja Europa no deja títere con cabeza.

No hay que hacer muchas cábalas para saber que esto no tiene mucho sentido. Que el sistema español es un viejo elefante (¡uy!, mira que bien traído) que aspira no más que a irse a descansar para los restos. Y toda esta pandilla venga a insuflarle aire artificial, aunque el animal se desgañite diciendo «no puedo más».

El miedo de la mayoría de la sociedad ya no es el que era; ahora nos acogota la falta de peculio, la ignorancia y tantos años de malsano e irreal Estado de Bienestar. Demasiado miedo por perder pensiones ridículas y empleos que ni me paro a calificar. Muchos aún piensan que manda nuestro presidente de Gobierno en lugar de las grandes compañías y los grandes estados puestos a su merced; o, por lo menos, en alegre comandita.


Nuestro pobre PP se atreve con la absurda ley del aborto, las paridas de Ana Botella y poco más. No deja de ser más folclore que otra cosa, la verdad. Y aún vamos a culminar el pastel poniendo a otro rey. ¿De verdad que no hay espacio? ¿No es hora ya de que Felipe se presente a las elecciones y demuestre su valía como presidente de la III República Española?






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