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Y un punto sobre las íes de la belleza Olay.

Yo tuve una amiga que no estaba interesada en los hombres de cierto calado, no conforme con su físico. Era más bien una guerra la que le tenía declarada al sexo contrario. De la cual, por cierto, los que la pretendían no tenían constancia. Radicaba la cosa básicamente en que como no le gustaban sus muslos, sus caderas, el trasero, y su pecho, no demasiado abultado, pues daba por hecho que nadie en este mundo le encontraría ni un sólo encanto.

¿Quíen la convenció de todo aquello y cuándo?. He de suponer que su propia madre. De armas tomar, con tendencia a la perfección de los anuncios de los años setenta y ochenta. Piel Olay, tersura Avon, y piernas Marie Clair, (¿dientes Profiden se ha, por ende, suponer?).

La pobre mía se enamoró, por creer que aquel era el único reducto disponible para ella, de un chileno desfasado, pero con mucho encanto. Pasado por drogas que no hemos de nombrar y alcoholes cuyo nombre daba igual. Recalado en nuestra ciudad con motivo de un evento cultural, aunque realmente el motivo me temo que desde su país se lo pintaron calvo, como anda él ahora, por cierto. Pablo,ese era el nombre del donjuan.

Mi querida amiga fue ver que Pablo le cantaba ternuras y amores en noches trémulas de primavera, y darle al mismo cuerpo un revés y volverlo lleno de todos los encantos del paraíso. Eso sí, ella me contaba, azorada, que dormía con el neceser debajo de la cama. Para cuando él despertase no viese su rimmel corrido por la pasión, ni su piel estremecida por el sueño. Que agarraba la buena mujer aquella bolsita rosa como el naúfrago el flotador cada mañana. Con la buena fortuna de que por las características del enamorado tenía más tiempo para tales menesteres; pues su despertar era lentito, lentito, pastosito; me imaginaba yo, sin ningún permiso.

Bien, Pablo duró muchos años. En todos los cuales hizo más que evidentes dos cosas: su politoxicomanía y su innegable y particular atractivo. Innegable porque a nada le decía que no mi amiga Sara, particular porque solo a ella le atraía tamaño esperpento importado.

Al cabo de muchos años y muchos comas, Sara se vió limpiando calzoncillos en una lavadora destartalada de Canarias, mientras el susodicho tomaba copas en todos los garitos. Dos abortos y muchos cuernos después del inicio, calculó mi amiga que el tiempo se le venía encima con un descalabro enorme entre las costillas que lindan con el corazón, y el árido esqueleto de la tarjeta de crédito. Miró el reloj un día a las once de la noche y llamó a la península para hablar conmigo.

Aquí las doce, claro está. En un invierno frío, yo bajo un enorme edredón, y encima de un libraco tremendo intentado meter más ruido que él con mis ronquidos. "¿Sí?, ¿quíen, dónde, qué, qué quíen?....". "Ay, Sara, hija de mi vida, que susto, estaba....". No me dejó decir mucho más. Pero susto, susto, ¡susto!, de Tarantino, y pocos más. Ni corta ni perezosa, aquel alma cándida que se paseaba por el instituto con dos trenzas indefensas ante tanto futuro, le había pasado por las partes íntimas al amigo chileno de la madre patria colombina tremenda cuhillada.

Me puse de pie de un respingo tal que mi perro Colombo, _y este nombre no es broma ni redundancia, que se lo puso mi hijo por el teniente Colombo_  se me tiró encima a salvarme del teléfono, del edredón o del libro, o de todos al tiempo. Que andaba el pobre Colombito más despistado que yo ante tanto descalabro, desquicie e infortuna. Sobre todo esto último. Qué daño, ¡que daño!, señores, pueden hacer esos anuncios prometiendo a una madre subyugada a la dependencia de una belleza tan mentirosa como macabra, la prosperidad en el tarro de una hija tan despistada.

Todavía hoy me pregunto dónde andaría el padre de mi amiga en aquellos años de adoslecencia en los que mi amiga era capaz de coserse los muslos con cinta de embalar cajas debajo de su chandal inocente de colegio de monjas, todito azul marino. Ese de las rayitas blancas a los lados. Todavía conservo perfectamente nítida la imagen de mi amiga entrando en la cárcel local, después del costoso traslado, adornado por los carísimos abogados de los padres.

Y yo, que así soy, por encomienda de los genes, o del Santo Grial, si se me ponen, no se me ocurrió otra cosa que preguntarle a Doña Sara, si todavía hacia la cosita con su marido. Como si hubiese visto al diablo, me apartó de un zarpazo: "Vosotras, nunca tuve que dejar que se juntara con niñas como vosotras, como tú, mi hija, ¡que lo ha tenido todo!, que nunca le ha faltado de nada...¡Ay, Señor, ¿qué le ha pasado a mi hija?, Ay, qué calvario Manolo, loque nos manda el Señor, a nuestros años..., ¡Ay, Dios mío!...".

Usted me perdone, señora, ahora que ya pasaron los años. Ahora que su hija está reinsertada en esta nuestra sociedad, más pá allá que pá acá, bien es cierto. Primero, o punto A: aquella pregunta en prisión no era más que puro nerviosismo, y ganas de saber si tanta entelequía basada en la Santa Madre Iglesia y el último anuncio de Loreal surtía su efecto al paso de los años. Dos, o punto B:¿ le compensaba a usted tanta tiranía por la perfección de lo que sólo existe a nivel, digamos, por quedarnos en lo más básico, de un puro anuncio?.

Que de verdad, señora, que no va más allá de una cultura un tanto absurda. Abosulta y ciertamente creativa en la producción de publicidad. El trabajo real consiste en separar, tanto milagro inventado para la pantalla de su televisor, de la tremanda y maravillosa realidad. Y eso se consigue con la simple fórmula de echarse a leer, estudiar, o, aún más fácil se lo pongo, distraerse un poco de pretender todo el día la perfección de escaparate que trae de cabeza a media humanidad.


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