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Mis odiados políticos de costumbre, dádme la paz.


Oír por la mañana, con regustillo de café, a mis odiados políticos de costumbre, a mis políticos tan caseros como las baldosas de la cocina y la alfombrilla del baño, hay días en que me reconforta. Y cuenten lo que cuenten, curiosamente. Suceda lo que suceda, a más inri. 
Y mira que cosas graves ocurren, señoras y señores, a día de hoy.

Yo, que soy animal de costumbres, de las buenas y de las malas, es lo único que debo a nuestro ruido diario: esa especie de seguridad al despertar que me produce el que ellos siguen ahí, en sus tribunas. 
Es un más bien pensar, absurdo; puede ser, “uf, pues la cocina no la dejé anoche tan sucia, parece que mi jefe no está muy cabreado,uf, y qué bien ninguno de estos inombrales ha declarado todavía la tercera guerra mundial, todo bajo control, voy a ver qué tiempo va a hacer, echo un vistazo al Facebook y a ver qué me pongo”.


Volveré, probablemente, a racanear tiempo después de la comida y cogeré el metro por los pelos, puede ser, es bastante probable, seguiré pensando hoy, yo que sé, cosas como por qué las feministas insisten en qué las menopáusicas se pongan en celo químicamente por narices, que yo no lo entiendo, pero bueno; seguiré dándole vueltas como esa cancioncilla que a veces se nos queda pegada en el cerebro, a toda clase de cuitas, como esa, o cómo y por qué no se nos jubila gloriosamente, o al menos decentemente, don Felipe González, o cuánto dinero tiene Ángela Merkel de verdad y si ha leído alguna vez, aunque sea por encima, el Mein Kampf; ¿en qué clase colegio estudiaría esta buena señora, ¿cómo era su hogar?, ¿se ha planteado alguna vez hacer dieta?, ¿qué habla por teléfono con el señor Obama?, ¿se depila las piernas alguna vez después de pasearse con aires de Papa de la Edad Media por toda Europa, o pá qué?, oye, yo qué sé…_que de alguna que otra famosa sabemos antes que ella a que hora tiene cita en la peluquería, o no, pero que si queremos tenemos acceso a esta información.
Sus gustos literarios;de la Merkel, digo, ¿los tiene?, ¿habla con China?, y lo más desconcertante para mí, perdón por mi osadía, si lo es, pero ¿es cierto que existe la comunicación entre ella y nuestro inefable Mariano cuando caminan idílica y parsimoniosamente hablando en inglés, según nos cuentan los cronistas?
Seguiré pensando para mis adentros cosas de lo más estrafalarias una vez expuestas en público, algo que no hago más que con mis íntimos. Seguiré preguntándome cosas ya sea sobre mi vecina, o compañero de trabajo;  o sobre las singularidades sociales de  un país conocido, la misma Iglesia católica o el tallaje de las bragas. 
Con bastante asiduidad de este asunto, que verdaderamente sí me preocupa por lo práctico del mismo, suelo pasar a preguntarme por qué no se inventa nada nuevo en el vestir que nos sorprenda sin horripilarnos, y al mismo tiempo nos siente bien así, en general, habiendo como hay tanto personal y dinero dedicado al tema, en fin… así es mi cabeza.

Pero, insisto, que gusto a veces oír bien temprano al ritmo del aroma de café a mis políticos ignorantes, o demasiado listos y consentidos; yo me inclino por lo segundo, aunque no lo secundo.
Yo, tan revolucionaria de por mí, de cosa de cuna, genes, de qué más da, de que así soy yo, y a estas alturas pues ya lo sé y no me enfado, y aún mucho menos discuto sobre el tema: tamaña grosería para conmigo misma y para con todos a los que verdaderamente aprecio.

Pues eso; esa, yo, agradezco tanto a veces que mis queridos y mediáticos tertulianos y presentadores sigan dando micro con tanta indecencia, consentida y subvencionada también, cómo no, a estos señores y a estas señoras, —que por más que insista este igualitarismo lingüístico moderno con el que se pretende absurdamente hacer respetable la condición femenina— yo solita me autorizo a no utilizar robótica y absurdamente el “ñoras”, “ñores”,el, que digo yo…:  médicas seguido de médicos, el “as” “os”, en definitiva, martilleante de los discursos en boga, y que tan nerviosita me pone.
Me gustara a mí saber, por cierto, cuántas y cuántos de estos que lo discursean, y aún cuántas y cuántos de aquellos que los “asesorean” le han dado un repaso a la gramática del castellano. Aún lo pondré más fácil: ¿cuántos han visto hablando así a alguien en una cafetería de Cuenca, en una parada del autobús en Valladolid o en un AVE Madrid-Sevilla?. Se admiten apuestas.


El teatro cotidiano, este folklore casi mundial, no estaría bien servido ni aún existiría sin la inestimable colaboración de nuestros queridísimos, ilustrísimos, y admiradísimos —esto último sí que es incomprensiblemente cierto— periodistas. Esos hilos conductores de titulares perfectamente equiparables a los estribillos de las canciones más subvencionadas, por ende, más conocidas por todos. Muchos no sabemos qué dice la canción, no sabemos el titulo ni el autor de la música ni la letra; es más, muchos ni siquiera sabemos quienes narices las cantan, pero el estribillo, ¿el estribillo? Ese nos lo sabemos todos. Y solemos tener bastante facilidad para asociar rostro cantante y estribillo. Aquí también se admiten apuestas.



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